Let Our Spirit Rise - On Being our Best Self

Brilliant reflections, quasi-poetic, of how we are to respond to disaster and represents the realms we inhabit both the pandemic, climate change, and in our dharma. I wept with heartfelt emotion and faith and hope, that there are others who can reflect the voice of my own soul. William Ospina is a Colombian poet, essayist and novelist. This is a translation from Spanish. The Spanish follows.

From William Ospina

Looks like things that only happen in stories. Having to stay at home, re-alternate with children, work at a distance, consume barely the indispensable, try to have reservations of the most basic things, want to breathe pure air, dodge agglomerations, fear contacts. Suddenly schools close, trade shut down, shows cancelled, factories stop. Let economies sink, currencies collapse, transportation interrupted, what does Earth tell us with all this?

When the last great pandemic, the Spanish flu of 1918 was presented, it was not experienced in the same way. It was a planetary fact, but it had to be lived as a local fact everywhere. Now, for the first time, we feel the same thing is happening to us on the entire planet. This ultra-informed and ultra globalised society is giving us that new experience of sharing the curiosity, fear and fragility of all humanity, is making us behave as a species.

It's strange to feel for the first time (because before it was different, and others lived it) that the fabric of civilization is moved and seems to falter. We almost got the memory of those old oracles that decipher signals on the flight of birds, messages in the facts of nature and in the tragedies of history. Nothing seems random anymore, not even the shapes of clouds, and it is finally revealed to us how connected we are, in what amazing way this world is interwoven. Then each of us wonders what the message is.

That there are many of us already? That devouring animals is harmful? That most of the world's eagerness are vain? That slowness and loneliness are preferable? That cities, beyond certain civilized boundaries, are a mistake and a trap? That the economic model we live in is not only uneven and unfair, but absurd and amazingly fragile? That corporations can collapse with the same ease as human beings? What we call power is a blade of grass to the wind of history? That just as Richard was finally willing to trade his kingdom for a horse, is there a time when we would trade all our riches for some pure air in the lungs, for a sip of water in the throat?

It all comes to remind us that we can live without planes, but not without oxygen. That those who work the most for life and the world are not governments, but the trees. That happiness is health, as Schopenhauer wanted. That, as a Latino said, religion is not kneeling, praying and beg, but to look at everything with a calm soul. That if humans work day and night to rage life, for poisoning the air, to corner the rest of the living, for altering the rhythms of nature, for destroying its balance, the world has an older knowledge, a system of climates that complement, by winds that sweep, compensatory disasters, forced silences, mandatory quietude, invisible armies that draw red lines, neutralize damage, control excesses, impose moderation and balance the earth.

After centuries of treasuring our knowledge, to value our talent, to worship our boldness, to worship our strength, it comes the time when we also have to ponder our fragility, estimate our amazement, respect our fear.

Original Spanish:

BRILLANTES REFLEXIONES, QUASI-POÉTICAS, DE UN DESASTRE.

De William Ospina

Parecen cosas que solo ocurren en los cuentos. Tener que quedarse forzosamente en casa, volver a alternar con los hijos, trabajar a distancia, consumir apenas lo indispensable, tratar de tener reservas de las cosas más básicas, querer respirar aire puro, esquivar las aglomeraciones, temer los contactos. Que de pronto se cierren las escuelas, se clausure el comercio, se cancelen los espectáculos, se paralicen las fábricas. Que de un momento a otro las economías se hundan, las monedas colapsen, los transportes se interrumpan, ¿qué nos dice la Tierra con todo esto?

Cuando se presentó la última gran pandemia, la de la gripe española de 1918, no se le experimentó de la misma manera. Era un hecho planetario, pero había que vivirla como un hecho local en todas partes. Ahora, por primera vez, sentimos que nos está ocurriendo lo mismo en el planeta entero. Esta sociedad ultrainformada y ultraglobalizada nos está brindando esa experiencia nueva de compartir la curiosidad, el miedo y la fragilidad de toda la humanidad, nos está haciendo comportar como especie.

Es extraño sentir por primera vez (porque antes fue distinto, y lo vivieron otros) que el tejido de la civilización se conmueve y parece vacilar. Casi nos alcanza el recuerdo de esos viejos oráculos que descifraban señales en el vuelo de las aves, mensajes en los hechos de la naturaleza y en las tragedias de la historia. Ya nada parece azaroso, ni siquiera las formas de las nubes, y al fin se nos revela cuán conectados estamos, de qué manera asombrosa está entretejido este mundo. Entonces cada uno de nosotros se pregunta cuál es el mensaje.

¿Que somos muchos ya? ¿Que devorar animales es dañino? ¿Que la mayor parte de los afanes del mundo son vanos? ¿Que la lentitud y la soledad son preferibles? ¿Que las ciudades, más allá de ciertos límites civilizados, son un error y una trampa? ¿Que el modelo económico en que vivimos no solo es desigual e injusto, sino absurdo y asombrosamente frágil? ¿Que las corporaciones pueden derrumbarse con la misma facilidad que los seres humanos? ¿Que lo que llamamos el poder es una brizna de hierba al viento de la historia? ¿Que así como Ricardo al final estaba dispuesto a cambiar su reino por un caballo, hay un momento en que cambiaríamos todas nuestras riquezas por un poco de aire puro en los pulmones, por un sorbo de agua en la garganta

Todo viene a recordarnos que podemos vivir sin aviones, pero no sin oxígeno. Que los que más trabajan por la vida y por el mundo no son los gobiernos, sino los árboles. Que la felicidad es la salud, como quería Schopenhauer. Que, como dijo un latino, la religión no es arrodillarse, rezar y suplicar, sino mirarlo todo con un alma tranquila. Que si los humanos trabajamos día y noche por enrarecer la vida, por intoxicar el aire, por arrinconar al resto de los vivientes, por alterar los ritmos de la naturaleza, por destruir su equilibrio, el mundo tiene un saber más antiguo, un sistema de climas que se complementan, de vientos que arrasan, de catástrofes compensatorias, de silencios forzosos, de quietudes obligatorias, ejércitos invisibles que trazan líneas rojas, neutralizan los daños, controlan los excesos, imponen la moderación y equilibran la tierra.

Después de siglos de atesorar nuestro conocimiento, de valorar nuestro talento, de venerar nuestra audacia, de adorar nuestra fuerza, llega la hora en que también nos toca ponderar nuestra fragilidad, estimar nuestro asombro, respetar nuestro miedo.

También hay algo poético en el miedo: nos enseña los límites de la fuerza, el alcance de la audacia, el valor verdadero de nuestros méritos. Como el mar, sabe decirnos dónde hay algo que nos supera. Como la gravedad, nos muestra qué poderes están sobre nosotros. Como la muerte y como el cuerpo mismo, nos dice qué mandatos no podemos violar, qué no está permitido, qué frontera es sagrada. Y no lo hace con admoniciones ni discursos ni amenazas, sino con un lenguaje sin palabras, eficiente y sutil como un oráculo, que obra “sin lástima y sin ira”, como dijo un poeta, y que es luminoso e inflexible, como una llama.

Pero si el miedo es una reacción ante las amenazas del mundo, la angustia es una reacción ante las amenazas de la mente y de la imaginación. Hace evidente el misterio del mundo, aviva la memoria y sus fantasmas, revela la eficacia de lo invisible, el poder de lo desconocido.

Dicen que lo que no nos destruye nos hace más fuertes. Esa inminencia del desastre pone también un toque de magia aciaga en lo que parecía controlado, un sabor de alucinación en los días, suelta una ráfaga de locura sobre todo lo establecido, un destello de Dios en la prosa del mundo.

Y sentimos que hay algo que aprender de estas alarmas y peligros. Si todo lo más firme se conmociona, nos enseñan que todo puede cambiar, y no necesariamente para mal. Que si la tormenta lo estremece todo, nosotros también podemos ser la tormenta. Y que en el corazón de las tormentas también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino un sentimiento y una idea.

En esa pausa de paciencia y de miedo ganan nuevo sentido las meditaciones de Hamlet y los delirios de don Quijote, los consejos de Cristo y las preguntas de Sócrates, los sueños de Scheherezada y la embriaguez de Omar Kayam. Si hay un mundo cansado y enfermo que cruje y se derrumba, tiene que haber un mundo nuevo que se gesta y que nos desafía.

Queremos de pronto decir como Barba Jacob: “¡Dadme vino y llenemos de gritos las montañas!”. Queremos decir, como Nietzsche: “Y que todos los días en que no hayamos danzado por lo menos una vez se pierdan para nosotros, y que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo cuando menos una alegría”

William Ospina

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